Bajo el cielo eterno by Veronica Rossi

Bajo el cielo eterno by Veronica Rossi

autor:Veronica Rossi [Rossi, Veronica]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Aventuras, Juvenil
editor: ePubLibre
publicado: 2012-01-01T05:00:00+00:00


20

Peregrino

CONTAR con la compañía de Rugido lo cambió todo. Habían emprendido la marcha por la mañana, y aunque Perry no había captado rastros de los cuervajos, sabía que el peligro no había pasado. Le preocupaba que todavía no los hubieran abordado, pero con la ayuda de Rugido tardarían menos en llegar hasta el recinto de Castaño. Y si su olfato, impregnado del olor de los abetos, no alcanzaba a percibir alguna señal, esta llegaría a oídos de su amigo.

Aria no le había dirigido la palabra desde que le había contado lo de sus sentidos. Llevaba toda la mañana rezagada, caminando junto a Rugido. Perry intentaba oír lo que decían, e incluso llegó a desear haber sido audil. Eso había sido al principio. Cuando oyó que se reía por algo que Rugido le decía, llegó a la conclusión de que ya había tenido bastante, y se alejó para no oírlos. En el transcurso de unas pocas horas, su amigo había hablado con ella más que él en varios días.

Tizón se mantenía a una distancia prudencial, pero Perry sabía que los seguía. El muchacho estaba tan débil que arrastraba los pies al andar, y hacía mucho ruido. No hacía falta ser audil para oírlo pisar la pinaza seca, tras ellos. Aquella noche, algo en su olor había despertado el olfato de Perry. Le escocía, como cuando se agitaba el éter. Pero Perry había alzado la vista al cielo y no había visto remolinos en él. Solo las franjas deshilachadas que los seguían, acompañándolos. Tal vez la Luster le hubiera adormecido los sentidos, o tal vez fuera el olor de los abetos.

A pesar de ello, había captado sin problemas cuál era el humor del niño. Era posible que la actitud desafiante del muchacho pusiera a la defensiva a Aria o a Rugido, pero él sabía la verdad: lo envolvía un velo gélido de temor. Su amigo suponía que tenía trece años, pero él estaba convencido de que era, al menos, un año menor. ¿Por qué estaba solo? Fuera cual fuese el motivo, Perry sabía que no podía tratarse de nada bueno.

Hacia mediodía dio con el rastro de un jabalí. El olor del animal era tan intenso que logró despertar su olfato entumecido. Se dirigió colina abajo, e informó a Rugido del mejor recorrido para conducir al animal hasta donde él esperaría.

Llevaban toda la vida cazando de ese modo. Rugido no tenía problemas para oír las instrucciones de Perry desde donde se encontraba, pero a este le resultaba mucho más complicado comunicarse con él. Los audiles tenían un don natural para reproducir sonidos, de modo que, con los años, habían ido adaptando llamadas de aves, convirtiéndolas en un lenguaje privado que solo ellos entendían.

Perry oyó que Rugido silbaba, alertándolo. «Prepárate. Ya viene».

La primera flecha se hundió en el cuello del animal, y la segunda, una vez abatido, se le clavó en el corazón. Al arrodillarse para recuperarlas, le sorprendió constatar que ese era el uso más puro de sus dones. Se dio cuenta de que había echado de menos la energía que le proporcionaba hacer algo simple, y hacerlo bien.



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